Muchas veces hemos acudido a alguna de estas concentraciones pacíficas. Las razones son varias: atentados de ETA, contra el hambre, contra la violencia doméstica, etc.
Normalmente nos enteramos la misma mañana en la que se celebra, y el primer pensamiento que te viene a la mente es: "entre que subo, bajo y el minuto me escaqueo del trabajo un buen rato". Y así bajamos a la entrada de la facultad, oficina biblioteca o puesto de trabajo con los compañeros contándonos las últimas anécdotas del mismo modo que cuando acudimos al almuerzo.
A continuación nos ponemos todos con cara seria delante de la puerta con el resto de trabajadores (con suerte, hasta nos fotografiarán con rostro preocupado y apareceremos en algún diario), pero en el fonfo no creyéndonos nada: ni verdaderamente nos comprometemos con la causa a defender ni creemos que sirva para nada.
Pero entonces se obra el milagro. En ese minuto comenzamos a reflexionar sobre nosotros y sobre el mundo, nos acabamos escuchando a nosotros mismos, una voz incómoda a la que no estamos acostumbrados, tan rodeados de ruidos como vivimos.
Y así nos damos cuenta: el minuto de silencio no sirve ni para acallar las bombas (es más, suelen provocar la de los asesinos etarras y la de los que los secundan) ni para evitar que una maldita sabandija pegue a su mujer, marido, hijo o padre. Su verdadero valor estriba en que nos pone en contacto con nuestra parte buena (la Conciencia, que decimos algunos) y nos empuja a ser mejores personas, a luchar por un mundo más justo.
A lo mejor todos necesitamos un minuto de silencio cada día...
Normalmente nos enteramos la misma mañana en la que se celebra, y el primer pensamiento que te viene a la mente es: "entre que subo, bajo y el minuto me escaqueo del trabajo un buen rato". Y así bajamos a la entrada de la facultad, oficina biblioteca o puesto de trabajo con los compañeros contándonos las últimas anécdotas del mismo modo que cuando acudimos al almuerzo.
A continuación nos ponemos todos con cara seria delante de la puerta con el resto de trabajadores (con suerte, hasta nos fotografiarán con rostro preocupado y apareceremos en algún diario), pero en el fonfo no creyéndonos nada: ni verdaderamente nos comprometemos con la causa a defender ni creemos que sirva para nada.
Pero entonces se obra el milagro. En ese minuto comenzamos a reflexionar sobre nosotros y sobre el mundo, nos acabamos escuchando a nosotros mismos, una voz incómoda a la que no estamos acostumbrados, tan rodeados de ruidos como vivimos.
Y así nos damos cuenta: el minuto de silencio no sirve ni para acallar las bombas (es más, suelen provocar la de los asesinos etarras y la de los que los secundan) ni para evitar que una maldita sabandija pegue a su mujer, marido, hijo o padre. Su verdadero valor estriba en que nos pone en contacto con nuestra parte buena (la Conciencia, que decimos algunos) y nos empuja a ser mejores personas, a luchar por un mundo más justo.
A lo mejor todos necesitamos un minuto de silencio cada día...
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