Estudié toda mi vida con becas. Eso, dicho así, parece una frase
hecha, pero no. Estudié toda mi vida con becas, que significan -entre
otras cosas- dinero de todos los contribuyentes. Con 14 años, el estado
empezó a pagarme 14.000 pesetas anuales a modo de beca para materiales.
Tengo 31 años, así que hablamos de 14.000 pesetas del año 1993. Desde
los 17 me becaron con 32.000, con lo cual para cuando acabé el instituto
el Estado había ingresado en mi cuenta 92.000 pesetas contantes y
sonantes.
Entré en la Universidad y también tuve becas, nunca tuve que pagar ni
una sola matrícula. A una media de, pongamos, 75.000 pesetas por curso,
eso hacen 375.000. Además, recibí una beca escolar que, de media, eran
unas 150.000 pesetas anuales: 750.000 en los cinco años. En quinto de
carrera tuve, además, una beca de colaboración de mi Departamento. Se
suponía que era para aprender investigar, pero lo único que me enseñaron
fue a cargar carretillas de papel para la fotocopiadora, hacer
funcionar la fotocopiadora y cambiar el tóner de la fotocopiadora. Me
pagaron 23.000 pesetas al mes, diez meses. Total hasta aquí 1.447.000
pesetas. Unos 8700 euros.
Recibí cuatro becas diferentes para hacer el doctorado. La primera
que acepté era de una fundación que me pagaba cuando le parecía
oportuno, no me daba recibos del pago y, además, me metió en líos con
Hacienda. En cualquier caso, seis meses a 600 euros, 3600 euros. Poco
tiempo después recibí otra con patrones que me timaron en menos
aspectos. No me contrataron, pero me hicieron firmar dedicación
completa. Trabajé para ellos bajo la miserable forma de una beca: di
clases, publiqué en revistas, hice estancias de investigación... pero
días cotizados, cero. 800 euros al mes, 36 meses, 28.800 euros en total.
A eso hay que sumar tres estancias de investigación en prestigiosos
centros del extranjero, a digamos 1200 euros de subvención cada una.
Esto ya parece el 1, 2, 3... 41.100 euros de todos los españoles. El
último año, por fin, los becarios de investigación conseguimos que se
nos hiciera un contrato. A la hora de firmarlo, te daban un papelito
donde tenías que firmar que renunciabas a tu baja maternal, en caso de
quedarte embarazada. Eso sí que son políticas de conciliación y lo demás
cuentos. Nos daban, por primera vez, paga extra. Se la llevó Hacienda,
pero la sumo igual. Doce meses, catorce pagas, a 1100 euros, 15400
euros, 56.500 en total.
Ahora viene la pirueta. Después de seis años trabajando para la
Universidad, había cotizado un año. Cobré el paro y envié currículos.
630, mi madre lo recuerda bien. Durante mis dieciséis años en el mercado
laboral español tuve los empleos más diversos además de la Universidad:
guía turística para la tercera edad, traductora de manuales deportivos,
profe particular, manufacturera -que no diseñadora- de bolsos y
abalorios, dobladora de anuncios de radio... Que no se diga que no lo
intenté en varios campos.
Lo intenté con todas mis fuerzas. Me agarré a la tierra de Asturias
con pies y manos. Estuve un año en el paro, con una carrera, un máster,
un doctorado, cuatro idiomas y dispuesta a trabajar de lo que saliese...
pero no salió nada. En unos estaba demasiado formada, en otros no daba,
literalmente, la talla -hasta para dependienta de tienda de ropa de
adolescentes me presenté-, así que decidí emigrar. El camino fuera de
Europa no es sencillo: veo a mis padres por Skype, mi presencia empieza a
borrarse de los recuerdos de mis amigas -"¿todavía vivías aquí cuando
pasó eso?"- y suplico a las alturas que el señor de inmigración no se
quede con mi barra de turrón de Suchard y mis latas de bonito en aceite
cuando vuelvo, siempre antes de Reyes, a incorporarme a mis clases en
una estupenda Universidad de la soleadísima costa estadounidense del
Pacífico. Lo más triste es que soy feliz aquí, a pesar de que veo la
tristeza inmensa en los ojos de mis padres.
En resumen, España invirtió en mí, directamente, casi diez millones
de pesetas, además de la formación universitaria, y ahora lo está
aprovechando otro país: un lugar donde me siento un miembro útil y
productivo de la sociedad. El problema más grande es que mi caso no es
único. De mis quince compañeros del doctorado, solo dos están trabajando
en España, en condiciones lamentables, eso sí, en la Universidad. Solo
en nosotros, solo en nuestro pequeño rinconcito de la sala de becarios
con sus palomas anidadas en una ventana, el Estado español tiró a la
basura 130.000.000. Ciento treinta millones de pesetas que estábamos
deseando revertir a la sociedad en aquello para lo que nos habíamos
formado, pero no nos resulta posible. Trabajamos un tiempo gratis, mucho
tiempo sin contrato, muchas más horas que una jornada estándar, sin
sanidad, sin derecho a baja maternal, sin derecho a paro y, sobre todo,
sin derecho a quejarnos. Porque éramos unos privilegiados, la creme de
la creme de la intelectualidad que iba a llevar a España a cotas nunca
antes conocidas. Y eso último es lo único cierto. Somos la generación
que va a llevar a España a cotas nunca antes conocidas de desesperación,
de frustración, de angustia, de parturientas añosas, de abuelos que van
a tener que aprender chino o inglés para preguntarle a sus nietos -por
skype- de qué color es la bici que piden a los Reyes Magos en casa de
los abuelitos y que les va a llegar por correo.
* Este lector ha pedido expresamente que no facilitemos su nombre.
Extraído de ElPais.es.
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